lunes, 5 de mayo de 2014

Aceitunas con hueso


Me gustaría tener siete vidas, ser menos realista y más mágica, escribir como Unai Elorriaga y despertar del mal sueño que me tiene atrapada desde hace un mes, cuando nació mi primer hijo, Javier, con apenas 730 gramos de peso. Pero casi ninguno de estos deseos parece demasiado posible.

No me quejo del todo. 33 días después del golpe, tengo al menos dos motivos de celebración: que ya han pasado 33 días y que mi pequeño luchador pesa ya un kilo. 1000 gramos clavados en su último paso por la báscula, esta mañana. Casi un kilo y medio menos que un ejemplar de 'Guerra y Paz' editado en condiciones, pero 300 más que un best seller de quita y pon y casi lo mismo que ese libro de Tom Wolfe que tengo olvidado en la estantería, pendiente de leer algún día.



En las últimas semanas, mi cabeza se ha llenado de palabras que jamás hubiera querido incorporar a mis rutinas: preclampsia, displasia, plaquetas, transfusión, óxido nitroso, corticoides, gasiometría, hemograma, monitorización... Calculo que me he lavado las manos unas 150 veces, estoy rompiendo records en improvisación de nanas y acumulo más de cien botes de leche materna repartidos en distintos congeladores de la familia. Sin duda, hay maternidades más felices, pero prometo que la mía lo está siendo, a su manera.       

Intuyo que el mundo se divide entre tres tipos de personas. Los que comen aceitunas sin hueso y sólo sin hueso. Los que toleran las aceitunas con hueso, pero se deshacen de él en cuanto pueden, para coger la siguiente aceituna. Y, por último, los que sólo han conocido las aceitunas con hueso y hasta les han pillado el gusto. Y dejan el hueso rondando en la boca un rato después de haberse comido la aceituna. Y se atragantan. Y alguien les da una palmada en la espalda y se recuperan. O se atragantan todavía más y pasan un mal rato antes de recuperarse de verdad. Y vuelta a empezar.  

Ojalá sólo existieran las aceitunas sin hueso. Pero eso tampoco parece demasiado posible.

Este es el tipo de cosas que piensan algunas madres que tienen un hijo luchando por respirar y por pesar más que un libro de Tolstoi.


En eso y en toda la gente que se ha lanzado a darnos una palmada en la espalda para que escupamos el hueso. Como para no escupirlo. Lo vamos a lanzar más alto que la veleta. 



Nuestro angelico de mil gramos.