Te miro y me acuerdo del cuento 'La princesa del guisante', ese relato de Hans Christian Andersen que haría que Pablo Iglesias se arrancara la piel a tiras. Para los despistados, es la historia de un príncipe que hace un concienzudo proceso de selección y planificación familiar para elegir a su futura esposa, basado en poner a todas las candidatas a princesa a dormir sobre una pila de colchones bajo los que la madre del heredero -la patrona de las suegras exigentes- esconde un guisante. Se supone que la princesa ideal será lo suficientemente fina filipina para detectar ese estorbo. La elegida es la que pasa una noche de perros. Todo muy medieval.
El caso es que me viene a la cabeza el cuento cuando estamos tranquilines en la UCI, tú y yo, y el clip de una carpeta te despierta y desata la tormenta. O cuando las chicas de la limpieza cambian la bolsa de la papelera y tú parece que estés oyendo el derrumbe de las Torres Gemelas o un misil tierra-aire impactando contra un avión de pasajeros, que son cosas que parece que no van a pasar nunca, pero pasan. Y hay que estar alerta, claro. Sí que tienes el oído fino, sí. Todo un príncipe del guisante.
Tu sonido preferido es el ñec-ñec de la suela de goma de las enfermeras contra el suelo. El peor, el clonc metálico de la papelera que tienes justo al lado. De ésta, nos sales campanero o nos pides un gong para revivir tu pasado zen en el hospital.
No sé qué haremos al llegar a casa, cuando el silencio y la oscuridad se ciernan sobre ti. ¿Ya vas a poder dormir sin carreras por los pasillos, sin los pitidos de las máquinas propias y ajenas, sin el zumbido constante de los distintos tipos de respirador que has tenido incrustados en la nariz, sin los susurros de tus ángeles con zapatos de goma? Dicen que el truco es poner la radio. Habrá que probar. La programación deportiva nocturna amansa a las fieras. Dicen.
También nos has salido caprichoso en el tema de las posturas. Te acomodas fácil, pero cualquier cambio te perturba y empieza el berreo. Así que ahí te tenemos, sobre nuestro pecho, intentando respirar lo suficientemente suave para que te relajes con nuestro vaivén pulmonar y lo suficientemente profundo para que nos llegue oxígeno al cerebro y no nos tengan que reanimar también a nosotros. De momento, nos dejas mirar el móvil y a veces hasta leer, siempre que esto no implique pasar muchas páginas. Tenemos trucos para no estornudar cuando te tenemos encima, como pasarnos la lengua por el paladar para que las cosquillas calmen nuestra pituitaria. Pero a veces no funciona y te nos sales disparado de la fase REM. Tan manso que estabas...
Cuando se acaba la paz, empieza el despliegue de medios para tranquilizarte, muy parecido al que utiliza cualquier padre primerizo, con la diferencia de que nosotros hemos descartado aquello estivillista de dejar llorar al niño para que se desahogue y se canse, porque de una de esas te da una hemorragia intracraneal y la liamos. Que eres muy delicado y te pones muy estupendo cuando lloras. Azul oscuro casi negro. Y nos montas unas escenas muy Hellraiser, el infierno en la tierra.
Muy fans de Cocodrilo Dundee y sus técnicas de inmovilización de fieras |
Hoy cumplimos cien días luchando por respirar a pleno pulmón. Vamos batiendo nuevos récords. Lo bueno es que parece que ha comenzado la cuenta a atrás. Te faltan 200 gramillos de nada para pesar como nuestro famoso ejemplar de 'Guerra y paz'. En un par de días de biberones fortificados con esos polvos que te echan con olor a neumático lo conseguimos.